Érase una vez un viejo que esperaba el tren de Valparaíso. Era tan viejo que los sistemas de cajeros automáticos le cedían dinero extra en caso de muerte repentina. Era lento como el más anciano de los automóviles, no obstante, su cerebro aún parecía tener algún vestigio de juventud.
La noche estaba fría, pero a la vez tibia; aquella sensación que una persona percibe cuando no todo está bien. El hombre, cansado, se depositó en la última banca de la gran estación Recreo. Dejó su bolsa blanca en el suelo y procedió a correrse la gorra de fútbol americano hacia atrás. Al mirar a su alrededor se topó con un joven que escribía tranquilamente en un pequeño cuaderno negro con bloques blancos en su portada. El chiquillo en cuestión parecía agradable, pero a la vez distante, y en cierto modo, diferente.
El anciano se levantó al oír al bólido de metal, al igual que el joven. Ambos entraron a lo que sería un largo viaje al hogar. Dejo de mirar al joven para concentrarse en sus pensamientos del pasado, del futuro y del cómo se había convertido en el vejete que era.
Pensó y pensó hasta que el cansancio mental le pareció infinito, sublime y aterrador. Se sintió como un ser nuevo. Una creación de un dios benebolente y justo; uno que crea y destruye a su antojo. Al abrir los ojos se permitió intentar mover el cuerpo. El terror se apoderó de él cuando no pudo reconocer el lugar donde se encontraba; todo era vacío y espacioso. Se dio cuenta de lo terrible, de lo nefasto y complejo de su problema. Pensó nuevamente en el joven. Lo soñó, lo vio envejecer mientras él se mantenía como una especie de ser inmortal. Notó entonces lo evidente: su legado y posterior difamación.
Se dio cuenta entonces que su muerte, sueño y reencarnación eran parte de una mente ágil y creadora. De una supernova...
Cerró sus ojos nuevamente. Lo supo todo el tiempo. Solo entonces fue cuando recordó lo que en verdad era: una fugaz ilusión de un joven escritor en una estación llamada Recreo.